La gripe de 1918 en el Bidasoa

Aitor Puche


A primera vista, me sorprende que a esta pandemia no se le haya dedicado ni una sola línea en los manuales de Historia, tanto generales como locales que he podido consultar. Si uno quiere adentrarse un poco en su conocimiento, hay que echar mano de trabajos específicos de profesionales de la salud que se han dedicado a estudiarla, o de historiadores especializados en temas relacionados con la medicina.

En consecuencia, para saber algo de su incidencia en la cuenca del Bidasoa, he recurrido principalmente a la “Historia Médica de Irun”, tesis del cirujano Juan José Martínez publicada el año 1991 en el Boletín de Estudios del Bidasoa nº 8, y también al libro de Anton Erkoreka titulado “La Pandemia de Gripe Española en el País Vasco (1918-1919)”, donde se nos habla amplia y detalladamente del origen, desarrollo y consecuencias de aquella terrible gripe mortal y su impacto en Euskadi.

No he tenido la suerte de poder ojear la tesis “Historia de la Medicina de la Ciudad de Hondarribia” de Martina Apalategui, leída en la Universidad del País Vasco en 1993. A buen seguro, figurarán interesantes datos de aquella pandemia en la población hondarribiarra.


Ahora que estamos padeciendo los estragos del COVID-19, algunos investigadores han mirado atrás para echar mano de las experiencias pasadas sobre catástrofes víricas. A muchos les puede surgir la pregunta de qué hicieron nuestros antepasados para combatir brotes tan letales como el que ahora vivimos, si es que alguna lección pudiéramos sacar de aquello.

Entre todas las pandemias pasadas, creo que la que más se pudiera asemejar a la actual, por su cercanía geográfica y temporal, además de por su elevada mortandad, sería la epidemia de gripe que sacudió el planeta a finales de la I Guerra Mundial. Resultó ser la catástrofe sanitaria más grave del siglo XX, arrojando cifras que oscilan entre los treinta y cincuenta millones de muertos. Al parecer, tuvo su foco inicial en un cuartel militar de los Estados Unidos, en marzo de 1918. Los soldados yanquis venidos a combatir a Europa fueron los protagonistas de su propagación por nuestro Continente.

Puentes sobre el Bidasoa. Fuente: Archivo Municipal de Irún
La pandemia llegó a nuestro país en tres oleadas: la primera fue en la primavera de 1918 y tuvo escasa incidencia, al igual que la tercera. Sin embargo, la segunda oleada, venida en verano de aquel año, sería la más devastadora. Entró a España procedente de Francia por Irun en septiembre. La portaban soldados y trabajadores en viaje de regreso a Portugal; varios de estos últimos eran jornaleros que habían participado en la vendimia de Burdeos.

Al principio el gobierno central no dio importancia a lo que se avecinaba. Así lo atestiguan, por ejemplo, dos periódicos de la época: El Correo Español con fecha del 28/09/1918 y Diario Vasco, del 30/09/1918. En esas crónicas se pone en duda el cierre decretado de la muga, pues “las invasiones se repiten”, y hay constancia de que los viajeros procedentes del país galo están “sin ser sometidos a ninguna precaución sanitaria en la frontera”. Los reporteros creían que el motivo de que España no clausurase los pasos del Bidasoa era por no enojar a los franceses.

A pesar de todo, no se tardaría mucho tiempo en poner medidas de control sanitario, como las hechas en Irun, donde se habilitarían varios barracones para la puesta en cuarentena de viajeros. Su Ayuntamiento también ordenaría la desinfección diaria de cuadras, pocilgas, patios y calles, además de la prohibición de sacudir alfombras y prendas a la vía pública.  A los más necesitados, el Consistorio facilitó productos desinfectantes y asistencia médica gratuita. Por otro lado, se prohibió el acompañamiento de cadáveres al cementerio. También tuvieron que intervenir en el control de precios de productos básicos como la leche.

Los capuchinos, protagonistas en la lucha contra la pandemia

A pesar de todo, la epidemia se propagaba entre la población bidasoarra. En Hondarribia, cuenta el etnógrafo Antxon Aguirre Sorondo, que el párroco portaba un diente de ajo dentro de su boca y otros en los bolsillos cuando iba a confesar a los enfermos, en la creencia de que así se protegería de la gripe… y la realidad al parecer fue que no se contagió. No correría la misma suerte un joven monje capuchino que se desvivió por intentar curar a los afectados. Transmitió el mal a sus hermanos de la congregación, ocasionando la muerte de varios de ellos, hasta el punto de decretarse el cierre del Convento de Amute por ese motivo.

Los demás pasos fronterizos del Bidasoa navarro, en Bera y en Dantxarinea, se dotaron de médicos y equipamientos tales como estufas de desinfección por vapor y pulverizadores (Navarra.com 18/07/2018).  No podemos olvidar aquí al padre capuchino y misionero beratarra Román Dornacu, en su tenaz lucha contra los efectos de la pandemia en la isla de Guam (una colonia estadounidense del Pacífico), por lo que tuvo reconocimiento del propio presidente norteamericano Wilson, al concederle la Medalla de Honor del Congreso. Dornacu pasaría sus últimos días retirado en el convento de Hondarribia, donde murió.

Por lo que vemos, parece ser que esta orden religiosa desempeñó un papel importante en atender a los enfermos más pobres afectados por todo el planeta. Entre sus viejas recetas, encontramos, por ejemplo, una curiosa terapia contra la gripe: “lo primero es meterse en cama y tomar una purga refrescante, ponerse a dieta y bañarse las piernas en agua de mostaza, y se lavan luego con agua avinagrada. Se beberán tisanas de flores de amapola, malvas, malvavisco y borrajas. Cuando el enfermo haya sudado, se le dará una taza de caldo y se cambiará la ropa, que se habrá perfumado con espliego. Luego de curado se ha de procurar guardarse del aire”.  (Texto extraído del libro “La Huerta de San Francisco. Los secretos de horticultura de los conventos capuchinos”, escrito por Fray Valentí Serra).

Volviendo a nuestra comarca, decir que la epidemia alcanzó su pico en octubre. De una población de 14.000 habitantes en Irun, cuatro mil fueron los atacados. Se cebó sobre todo con la población joven, de entre 15 y 34 años. El balance final de fallecidos fue de unos 130.  Erkoreka señala que en Euskal Herria morirían unas quince mil personas, ascendiendo a alrededor de un cuarto de millón en todo el Estado.

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